Dice Jane Austen: No es el tiempo ni la ocasión los que determinan la intimidad; es solo el carácter, la disposición de las personas. Siete años podrían no bastar para que dos seres se conocieran bien, y siete días son más que suficientes para otros.
¡Ay, esa Intimidad! Esa zona espiritual íntima y reservada que tiene una persona o un grupo.
Es nuestro hogar interior amueblado con lo mejor de uno/a, un espacio reservado y protegido donde deberíamos habitar y cuyo acceso a otras personas debería ser restringido solo a quienes les hemos dado la llave de nuestra confianza.
En ese lugar está lo mejor de nosotros: amores, sueños, ilusiones, memoria emocional, heridas, aprendizajes, expectativas, desengaños, pérdidas, logros; allí vemos lo que nos duele, lo que sufrimos, lo que nos alegra, lo que deseamos. La intimidad se construye con pequeños fragmentos, que puede parecer que no tienen importancia, pero que nos hacen ser quienes somos.
Aquí no usamos máscaras, no nos tenemos que defender. Podemos mostrar nuestra vulnerabilidad, compartir nuestra intimidad con la gente que queremos.
¿Y puede peligrar? Peligra porque vivimos más de puertas pa’ fuera que pa’ dentro. Si no confías en ti mismo, te da miedo entrar.
Peligra porque tenemos prisa. Un día lo haremos, pero lo posponemos. Vamos aplazando ese encuentro.
Peligra porque no temblamos con todos los estriptis emocionales que hacemos a personas desconocidas, mostramos lo que somos o lo que quisiéramos ser.
Peligra y se va esfumando, y dejamos de habitarla.
Y si no se habita, no podemos crear lazos sanos de intimidad. Porque vamos a querer cubrir necesidades, y se va a convertir más en un vínculo de dependencia que en un compartir.
Si no vives en tu interior, ¿buscas vivir en casa ajena? Vas a absorber todo del otro.
Ya sé que te da miedo entrar en tu morada interior, porque la incertidumbre de qué vas a encontrar te paraliza. Pero vale la pena hacerlo, porque puedes encontrar algo muy valioso. Y que dará más valor a tu vida.
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